El gobierno no puede destituir a la Corte Constituicional
Por el Observatorio de Finanzas y Clima.
El conflicto entre el Ejecutivo y la Corte Constitucional (CC) no es solamente un problema de derecho público, es también un problema político, si la razón de furza se impone, los cimientos de la democracia ecuatoriana estarían a punto de derrumbarse.
El punto de partida es que la CC tiene competencia exclusiva para el control previo y vinculante de consultas populares y procesos de reforma, y sus jueces gozan de un estatuto reforzado de independencia que excluye el juicio político y la remoción por órganos políticos. Así lo establece el artículo 431 de la Constitución, que además fija los cauces de responsabilidad (penal, civil o disciplinaria) por vías no políticas. Este blindaje no es un privilegio corporativo sino una garantía institucional de la supremacía constitucional y del derecho ciudadano a jueces independientes.
Bajo ese marco, algunas decisiones recientes del Ejecutivo pueden leerse jurídicamente como intentos de interferir en el ejercicio de la jurisdicción constitucional. Primero, la convocatoria a una Constituyente por Decreto 148 pretendió apoyarse en el artículo 444 para sustraerse del control previo; la reacción constitucional —suspensión y revisión— llevó a derogarlo y a emitir el Decreto 153, ya sometido a control. Ese péndulo normativo no invalida, pero sí tensiona el principio de control previo: la regla es que la CC revisa antes y con plazos perentorios (20 días) y, si no lo hace, corre el dictamen favorable ficto del artículo 105 de la LOGJCC. Dicho de otro modo: el diseño constitucional neutraliza la “obstrucción” por demoras, sin necesidad de presiones políticas sobre la Corte.
Segundo, la estrategia comunicacional y de movilización oficial contra la CC —incluida una marcha gubernamental que la señaló como “enemiga del pueblo”— constituye un contexto de hostigamiento incompatible con el estándar interamericano de independencia judicial. En 2013, la Corte IDH condenó a Ecuador por la destitución de magistrados del Tribunal Constitucional (caso Camba Campos y otros), fijando que la independencia judicial protege tanto a la ciudadanía como a los propios jueces y que no puede ser rediseñada por atajos plebiscitarios o mayorías circunstanciales. Ese precedente vuelve jurídicamente inválidas iniciativas que busquen someter a los jueces constitucionales a sanción política —como el juicio político— sin una reforma constitucional de fondo y respetuosa del derecho internacional.
Tercero, se ha sugerido “sustituir” o “disciplinar” a la CC por “obstrucción de funciones”. El derecho vigente cierra esa puerta: el constituyente de 2008 sacó a la CC del radio del control político ordinario (juicio político), y previó que sus integrantes solo respondan por vías jurisdiccionales (penales o disciplinarias) y con garantías reforzadas; además, el mismo sistema prevé soluciones procesales —como el dictamen ficto— para evitar bloqueos, de modo que la “obstrucción” no habilita a otros poderes a remover o reemplazar al tribunal. La propia CC ha reiterado en su jurisprudencia que la independencia judicial es derecho de los justiciables y exige que toda separación de un juez obedezca a causales legales y a un procedimiento debido.
Desde esta óptica, no es jurídicamente posible destituir a la CC por decisión del Ejecutivo o de la Asamblea. Cualquier intento de someter a sus jueces a juicio político, cesarlos por “obstrucción” o reemplazarlos por un órgano ad hoc contraviene el artículo 431 y quebranta obligaciones internacionales ya declaradas por la Corte IDH. La única vía para rediseñar el régimen de la Corte —por ejemplo, para permitir su juicio político— sería una reforma constitucional de fondo (y aun así debería superar el control de convencionalidad), o un mandato constituyente explícito como el régimen excepcional de 2018, hoy inexistente. Pretender hacerlo por decreto, por consulta parcial o por presión pública sería nulo y generaría responsabilidad internacional del Estado.
El derecho ecuatoriano está construido para que la última palabra sobre la constitucionalidad la tenga un tribunal independiente y no plebiscitario. El Ejecutivo puede defender sus políticas ante la CC, mejorar la técnica normativa y usar los mecanismos procesales disponibles; lo que no puede hacer —ni directa ni indirectamente— es obstruir o sustituir a la Corte. La arquitectura constitucional y los estándares interamericanos convierten esa tentación en un camino jurídicamente cerrado y políticamente costoso